Por Edmundo Alarcón Caro
Ardiendo en llamas y presa del ansia de poder y de la lógica mercantil se encuentra la Amazonía, herida por la indolencia, devastada por la codicia desmesurada, arrasada por las manos que debían cuidarla, desmantelada sin compasión por intereses subalternos. Y la tierra amazónica, flora y fauna, todos inermes e indefensos sufren estos dolores. Llora la tierra y con ella todos los que hacen suya la defensa de la vida en todas sus formas.
Perspicazmente el papa Francisco, desde hace algún tiempo, ha puesto ya el “dedo en la llama”, al afirmar en Laudato Si: “cuando esas selvas son quemadas o arrasadas para desarrollar cultivos, en pocos años se pierden innumerables especies, cuando no se convierten en áridos desiertos”. Cuánta razón le asiste, porque lamentablemente estamos siendo partícipes de este desastre ecológico de proporciones globales. Si destruimos la Amazonía, pulmón del planeta y reserva de oxígeno para el mundo, el futuro de la humanidad se torna tan negro como la densa humareda que oscureció la ciudad de Sao Paulo, dos horas antes del ocaso.
Lo asombroso e inaudito es la necedad de algunos en seguir viendo la Amazonía como una despensa ilimitada que debe que ser “abierta a los intereses comerciales para que se exploten los recursos naturales”, es decir, debe someterse a las reglas del progreso económico.
En este contexto la convocatoria del papa Francisco al Sínodo Panamazónico resulta profética y providencial, porque necesitamos hacer un alto para pensar y repensar si queremos un futuro para la humanidad. Hoy más que nunca defender la Amazonía es una urgente necesidad. Nos toca ser custodios de la creación y guardianes del prójimo, incluida en ello, la madre tierra.
– Publicado el 27 de agosto de 2019 en la columna de opinión “Religión y vida” de la edición impresa del diario “La República”.
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