Por P. José María Rojo
Nos acaba de dejar (¿nos dejó o sigue presente de otra manera?) Jorge Alvarez-Calderón. Seguro que no voy a añadir nada nuevo a lo mucho que sobre él se dice y escribe en estos días. No hacía mucho que nos habían dicho que le habían detectado un cáncer de páncreas. Y bien sabemos que es uno de los más agresivos: que no perdona y que, además, actúa rápido. Esperó lo justo para que Jorge cumpliera sus 90 años.
¡Nunca mejor dicho que 90 bien aprovechados! Lo conocí en 1976, recién aterrizado desde España, y entonces ya me parecía muy mayor ese sacerdote –de la alta aristocracia limeña, me decían, que había optado por los pobres y sin marcha atrás-. Ahí me parecía grande. Pero su imagen se fue agrandando a medida que aquella infaltable sonrisa se me fue haciendo más cercana, a medida que me fui sintiendo su amigo y descubriendo cada vez más su sencillez.
Unía a su sonrisa su mirada limpia y profunda. ¡Qué bien le caía aquello de “un verdadero israelita en quien no hay dolo”! Pero nada de ingenuo…eso no, aunque pasara por la vida como sin darse importancia.
Tres cosas siempre me impactaron de él y me dejaron huella. Primera, su opción inquebrantable por los pobres. Y lo vivía sin alardear, sin presumir, sin exigir ni esperar ningún reconocimiento. Como si fuera lo más natural del mundo. Y no lo era en su caso viniendo de dónde venía. Una opción que no humillaba, ni obligaba a nadie, pero que a nadie dejaba indiferente, cuestionaba siempre.
Segunda, su trabajo pastoral con los obreros del MTC, el movimiento cristiano de los trabajadores. Trabajo –si los hay- que exige dedicación, constancia y aprendizaje permanente. Y donde uno no suele lucirse ni esperar laureles. Me gustaría escuchar a los que lo gozaron en tantas horas de dedicación personal y grupal.
Tercera, su especial carisma para acompañar y animar a sacerdotes. Sólo Dios sabe los kilómetros que Jorge recorrió y las horas que le llevó el moverse por todo el país visitando sacerdotes –sobre todo jóvenes- aquí sí, tratando de que encontraran sentido a sus vidas desde la entrega y la opción por los pobres. Pero, me consta, lo primero era ese contacto, esa cercanía humana, el acompañar al colega y tratar de respirar al unísono con él. Nunca sabremos a cuántos ayudó en múltiples aspectos.
Se me viene a la mente la definición de Jesús que acuñó Pedro: “Pasó haciendo el bien”. O lo que es lo mismo: “era un buen hombre”. Y, pienso, es lo mejor que podemos decir de Jorge: sí, era un buen hombre. Y, por eso mismo, un gran santo. Así lo gozamos tantas décadas, con esa eterna sonrisa. Un colega y amigo me decía hace dos días: seguro ya se ha encontrado con fulanito, fulanito y fulanito (recordando a varios de sus amigos difuntos), seguro ya han organizado la fiesta de bienvenida de Jorge. ¡Y es que les había hecho esperar!
PUKA! Has logrado el retrato que todos/as reconocemos como MUY CIERTO! Gracias…nos ganaste porque diríamos eso mismito!