Por P. José María Rojo, sacerdote de la Diócesis de Lurín

Escribo esta nota cuando aún no sabemos los resultados definitivos de la ONPE, cuando -si bien va por delante P.Castillo- lo hace por menos de medio punto y todo puede pasar. Pero los resultados gruesos y el mapa electoral del país ya muy poco pueden cambiar. Pienso que, además, es mejor hacer esta reflexión ahora que cuando ya puedan más fácilmente colarse preferencias y sentimientos para uno de los lados.

Hay algo muy claro y contundente: las elecciones han dividido al país 50 frente a 50. El resultado será tan apretado que la realidad será esa. Y le cae muy gordo a uno de esos dos 50 decir que el otro es “zonzo”, que no sabe ni entiende. Tenemos que aceptar que, honestamente, los peruanos han decidido. Por supuesto, influidos por ambas prédicas.

Pero lo más gordo, lo más brutal es el mapa como resultado: es todo el inmenso país pobre y marginado de la sierra y de la selva  (exceptuando los departamentos de Loreto y Ucayali, que merecerían un análisis particular) quienes han votado por una opción, frente a toda la costa moderna o llamémosla “desarrollada”. Queda también ahí Chimbote para el otro lado (sabremos más adelante si es por sí mismo o por el peso de Huaraz y el resto del departamento, todo de sierra). Eso no puede ocultarse. En lenguaje de José María Arguedas, como nunca, los “dos zorros” se miran las caras frente a frente y no con amor ni cariño…

Querámoslo o no, el Perú pobre le ha dicho al otro: “¡Basta ya!”. Y no podemos buscar argumentos que traten de desmentir lo que es evidente: el Perú pobre, sin injerencia decisiva en los órganos estatales, sin asesores ni medios económicos, sin propaganda ni acceso suficiente a los medios de comunicación y a las redes sociales (masivamente a favor de la otra opción) le ha tomado el pulso al centralismo de Lima y de la Costa.

Gane quien gane estaremos ante una situación en la que obliga, humildemente, a sentarse y, de igual a igual, escucharse -si no lo hemos querido hacer antes-. Las viejas voces del papá de Lourdes Flores Nano o de Antero Flores Araoz llamando a unos “huanacos” (por lo tanto, ¿para qué escucharlos?) o de Alán García Pérez diciendo que unos son “ciudadanos de segunda”, pertenecen al siglo XVI, cuando los opositores de Fray Bartolomé De Las Casas negaban que los indígenas tuvieran alma, fueran personas.

Necesitamos con urgencia mirarnos a la cara y, reconociéndonos peruanos con los mismos derechos, trazar juntos un camino que lleve a la inclusión y a una igualdad básica. El coronavirus -si ya no lo estábamos suficiente- nos ha desnudado y obligado a reconocer que hay abismos entre esos dos Perú que hay que ir suprimiendo. Y eso no lo puede hacer sólo ninguno de los dos 50 % del mapa. No mal, sino pésimo haríamos si alimentamos revanchas por un lado o desprecios buscando ocasión propicia para revertir las cosas, por el otro. Muy mal haríamos si seguimos mirando cada uno para un lado, sin querernos reconocer como peruanos.

Y también nos obliga, como iglesia a varias y muy serias preguntas y posturas:

  1. El evangelio y la opción por los pobres no puede dejarnos indiferentes ni mucho menos colocados del lado de los poderosos. La pregunta es obligada: ¿hemos estado, como iglesia, a la altura evangélica en todo este proceso?
  2. La conversión no puede ser sólo personal sino institucional ¿no estamos obligados a renunciar a nuestra supuesta “neutralidad” (casi siempre convertida en postura favorable a lo menos cercano al evangelio, basta leer despacio el último comunicado episcopal)?
  3. ¿Alimentamos sinceramente actitudes de escucha, entendimiento, colaboración para buscar entre todos un Perú mejor, más igualitario y solidario?
  4. De cara al Tercer Centenario, como Iglesia, ¿qué Perú estamos dispuestos a construir y cuales serán nuestros aliados estratégicos, a largo plazo? ¿Qué opciones debemos tomar y asumir?

Esas y otras muchas preguntas son ineludibles, como peruanos y como Iglesia.



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