Por Edmundo Alarcón, Pbro

En el contexto del Sínodo Panamazónico que acaba de concluir, es necesario resaltar la firma del Pacto de las catacumbas por la Casa Común: por una Iglesia con rostro amazónico, pobre y servidora, profética y samaritana (20.10.2019). Este pacto nos retrotrae y renueva aquel de hace 54 años, cuando casi a término del Concilio Vaticano II, 42 padres conciliares hicieron el compromiso y opción por ser Iglesia de los Pobres y con los pobres. Es muy ilustrativo apuntar que se ha ampliado la variedad de los participantes del Pacto; aquel fue solo de prelados, este incluye a religiosos, religiosas, laicas y laicos.

Hoy, el Pacto por la Casa Común es un compromiso por: reconocer que no somos dueños de la tierra, sino sus hijos; valorar la riqueza y diversidad cultural; denunciar atropellos a la autonomía indígena; acoger la diversidad; proponer un anuncio inculturado del evangelio; continuar el estilo sinodal, ya empezado, de caminar juntos; reconocer los ministerios eclesiales existentes; esforzarse por una pastoral de presencia, no de visita; asumir un estilo de vida sobrio y ponerse del lado de quienes sufren injusticias.

Como se evidencia, la opción continúa siendo la misma: los pobres; pero, ha ampliado su radar a la casa común, a los pueblos originarios, a sus culturas e identidades. Es una opción que quiere servir, acompañar, defender, curar; todo ello, con el ungüento del evangelio. Las catacumbas de Domitila, que guardan los restos de mártires y cristianos de los primeros siglos de la Iglesia, se convierten nuevamente en testigos privilegiados del esfuerzo por aguzar la mirada y los oídos para descubrir con perspicacia y sabiduría los nuevos “signos de los tiempos” con renovado esfuerzo y decisión.

– Publicado el 29 de octubre de 2019 en la columna de opinión “Religión y vida” de la edición impresa del diario “La República”.



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